Quien lea este artículo escrito en 1979 sobre un libro aparecido en abril del 78, creerá advertir en su autor un desatino mayúsculo. Sin embargo, lo hace porque cree necesario una nota larga y crítica sobre uno de los pocos documentos de la poesía actual del Centro. No es usual que uno tenga libros de poetas que radican en Huancayo o Lima pero que están estrechamente vinculados al Centro, menos todavía uno que congregue a todos o casi todos, conocidos y desconocidos, amigos de nombre, confesiones y reuniones o simplemente de oficio. Como no es usual darle a este tipo de publicaciones el verdadero valor que poseen. Por lo demás, en mi descargo debo decir que, a pesar de haber adquirido el libro poco después de su aparición, no pude escribir esta nota debido a mi accesibilidad a los diarios limeños y a mi desconocimiento de un suplemento cultural como «SÍNTESIS».
La lectura de este libro plantea la problemática cultural de todas las provincias del país: el desarraigo y la tradición, entre poetas que optaron por vivir en Lima y los que se quedaron.
La lectura de este libro plantea la problemática cultural de todas las provincias del país: el desarraigo y la tradición, entre poetas que optaron por vivir en Lima y los que se quedaron. Por un lado, parece visible creer en la facilidad de acceso a la mejor literatura peruana y extranjera y en su gran utilidad en la función creativa; por otro, la inaccesibilidad a esta supuesta ventaja, el universo extremadamente estrecho de la atmósfera provinciana, el subvalor del oficio poético que parece más bien un acto de adolescencia que una actividad madura y respetable como cualquier otra. Pero también se nota otra preocupación central, al menos para el autor de la antología: el modo en que el entorno cultural, geográfico e histórico del Centro, condiciona a los poetas aquí reunidos. Para Gutiérrez, lo que dice en el prólogo, «el signo que proyecta la tierra desde sus mismas raíces» parecería el común denominador de este conjunto de poetas que, ciertamente, son algunos de los representantes de la poesía contemporánea del Centro, pero sin serlo del todo, ya que eso equivaldría a olvidar a nuestro no muy remoto Parra del Riego y a muchos otros ahora innominados y olvidados injustamente, si lo que se quiere es ajustarse al exacto sentido del concepto «contemporáneo»: todo el siglo XX por lo menos, como señala cualquier texto de historia elemental.
«…el subvalor del oficio poético que parece más bien un acto de adolescencia que una actividad madura y respetable como cualquier otra.
En esta afirmación de Gutiérrez hay un poco de ingenuidad que tropieza con ciertas dificultades desde el comienzo del libro, pues no es cierto que «el signo que proyecta la tierra» sea primordial para muchos de los autores, como tampoco es cierto que el referente regional sea imprescindible en un texto poético. Esto me hace recordar algunos estereotipos surgidos tempranamente en la poesía peruana (la década del 20 signada por el Indigenismo): se hablaba de una poesía «del Perú Profundo«, «Telúrica» y de tantas otras cosas para encubrir más de las veces una poesía de baja calidad, pero que era diferente de la escrita en la metrópoli limeña. Tales características, ahora lo sabemos, no hacen una poesía, aunque formen parte, sean complemento. No hay que olvidar que el acto poético basa su elaboración en un sin número de hechos, íntimos como colectivos, biográficos e históricos, como simbólicos, amorosos, como políticos, y donde lo importante no es el referente sino el modo en que ese referente es tratado a través del lenguaje. Para decirlo en otras palabras, la poesía es un acto que prevalece solo por el modo en que un poeta sabe utilizar la palabra, dándole su exacta dimensión, el sentido justo, la combinación rítmica que atraiga, seduzca o asombre, lo que nos remite a una función mucho más amplia que la simple reproducción fotográfica y que para algunos corresponde a la parte técnica del trabajo poético.
En este sentido, hay que elogiar la selección de Gutiérrez, quien ha trazado una especie de vector que va de menos a más a medida que los escritores presentados son más jóvenes, cuya responsabilidad frente al texto parece ser más madura, más seria y más arriesgada.
Lo mencionado es precisamente lo que se muestra en casi 100 páginas, de donde ya se pueden sacar conclusiones acerca de la gran evolución que está sufriendo la poesía de esta parte del país. En este sentido, hay que elogiar la selección de Gutiérrez, quien ha trazado una especie de vector que va de menos a más a medida que los escritores presentados son más jóvenes, cuya responsabilidad frente al texto parece ser más madura, más seria y más arriesgada. (No hay que olvidar que Gutiérrez nació en el año 50 y preparó esta antología, trabajo que recae habitualmente en personas de mayor edad). No es que los poetas más viejos no tuvieran responsabilidad frente a su oficio, ocurre que no pudieron salvar errores elementales. El ejemplo de Mazzi es el más evidente: fundador de un grupo cultural proletario que supone una poesía nueva, violenta y lúcida, termina escribiendo una poesía de viejos y enterrados vicios burgueses, olvidando que ningún obrero será capaz de identificarse con un lenguaje arcaico (escribe «asaz» por no escribir «bastante», «folgado» por «holgado»), lleno de rimas inoperantes y superficiales. Si algo han enseñado Maiakovsky, Vallejo y Brecht, es que el lenguaje popular, no el del Diccionario de la Real Academia, es lo único que vale la pena, y quien se cree proletario tiene que actuar como proletario, como vanguardia no solo política sino lingüísticamente, poéticamente. Ya no es un misterio saber que el lenguaje es constantemente renovado en las clases más necesitadas, que gracias a ellas, éste se oxigena, evoluciona, dejando a un lado lo innecesario, lo inutilizable. Ya no es un misterio saber que el lenguaje, tal como se practica entre los obreros, está sujeto a modificaciones casi cotidianas (el slang o jerga hay que decirlo de una vez por todas, es creación popular, obrera, más de las veces), diferentes sin embargo de las modificaciones de la burguesía, que actualmente tiende a norteamericanizar el castellano. ¿Cómo se puede escribir «asaz», «folgado», si se quiere llegar a un público obrero? ¿Cómo se pueden usar rimas tan elementales como «sencillo» y «amarillo», si la rima es un descubrimiento técnico de los siglos XIV y XV europeos y en América Latina de este siglo ha sido prácticamente desterrada desde Huidobro?
Pero el caso de Mazzi es también personal debido a la abultada diferencia cronométrica de éste con relación al resto. No por ello dejamos de percibir algunos defectos crónicos de toda poesía provinciana en algunos de los mayores, exceptuando a Algemiro Pérez Contreras que no pudo lograr su punto ideal poético por su temprana muerte, y en cuyos versos breves se trasluce una vena lírica, amorosa, dulce e íntima. Me refiero a poetas como Villanueva, Torres y Lazo García, que no han podido sacudirse de la fastidiosa retórica tradicional, notándose inclusive la evidente influencia vallejiana («Este hijo mío/tan puro hambre/tan dolor…«), de limitados recursos, aunque sería deshonesto no aceptar que el poema «cuadro» de Torres logra un clima visual acertado.
Para empezar, destierra ese falso tono llorón de mucha poesía brutal (y digo falso tono llorón para oponerlo al verdadero tono elegíaco de poetas como José María Arguedas o, en nuestro medio, Eduardo Ninamango) y asume uno mordaz, irónico….
En cambio, a partir de Teodoro Morales ya se nota un salto. Para empezar, destierra ese falso tono llorón de mucha poesía brutal (y digo falso tono llorón para oponerlo al verdadero tono elegíaco de poetas como José María Arguedas o, en nuestro medio, Eduardo Ninamango) y asume uno mordaz, irónico, que luego en Sergio Castillo es todo un estilo. «El espectáculo del tiempo» es un poema que nos remite a una preocupación universal fuera de todo signo regionalista: la era maquinista que vive el mundo, la obsesión cibernética de las sociedades en su fase industrial, aunque «El pegazo de tu sueño» (Morales escribe «pegazo» con z, no entiendo por qué) sea un poema mejor planteado. A partir de Morales también aparece el lenguaje coloquial, prosaico, característico de la nueva poesía peruana y que ha sido aplicado con buenos resultados entre los jóvenes poetas del centro. Lo es, por ejemplo, para Martín Fierro que, un poco a la manera de Morales, se queja, con más ira que dolor, de la «american way of life» que tiene a la sierra «en una jodedura total», siente que su universo local ha cambiado por el progreso falaz («Acuérdate abuelo están olvidando tu raíz tu hueso auroral»), pese a que él mismo no sabe cómo puede evitarse ese trasplante cultural, ese signo de la dependencia, que en algunos casos no es tan nocivo como Fierro lo quiere pintar.
De igual modo, hay que mencionar a la chica Ocampo, la única voz femenina que llenará un vacío en la poesía huanca.
Por su parte, Ruperto Macha es un ejemplo del buen empleo de la palabra, apreciándose un desarrollo entre esos versos dedicados a una España que ya no llora más su Guerra Civil. Todavía se perciben algunos rasgos retóricos y estereotipados que nos recuerdan a mucha mala poesía de los años 50 (como Romualdo), pero también hay otros más sueltos, simples y directos, y por ende, más sugerentes. Gerardo García y Róger Contreras tienen algo en común: la descripción de un mundo onírico poblado de animales y fantasmas. Sin embargo, en el caso de Contreras, es necesario señalar su inmensa deuda con César Toro Montalvo, lo cual no le hace ningún favor. En Dimas Fernández se encuentra la fina acuarela de versos breves y exactos, a la manera de los poetas herméticos italianos (como Quasimodo, sin duda). En Livia Torino, todavía se percibe la mano pesada de Neruda y mucho surrealismo, aunque Livia se destaca como la mejor poeta de temas amorosos de esta selección. Otros poetas como Orihuela, Canales Fuster, Matayoshi y el mismo Gutiérrez demuestran un cuidadoso manejo del lenguaje, lo cual les servirá de mucho si lo que desean es proponerse un tema más ambicioso. De igual modo, hay que mencionar a la chica Ocampo, la única voz femenina que llenará un vacío en la poesía huanca.
He querido hacer un aparte acerca de Sergio Castillo, César Gamarra, Mendizábal y Eduardo Ninamango, ya que creo que son los mejor representados en la selección de ‘Gutiérrez’. Tanto Castillo como Gamarra tienen un tono testimonial que el Movimiento Hora Zero ha reivindicado como esencial en la creación; también tienen un modo de tratar lo poetizable que va desde el humor y la mordacidad hasta la ternura, con un muy buen registro visual en las imágenes y descripciones, con buenas conclusiones y remates.
Cito el poema «La encina y los años» de Castillo porque es uno de los poemas confesionales más hermosos de toda la antología y de mucha poesía peruana actual, con un lenguaje no prosaico sino económico, no por ser directo sino preciso. Esto es lo que se llama economía: «Tengo un cuaderno de poemas / mi despintado catre / el vecino ciruelo / con sus flores / mi única chompa azul».
En cuanto a Gamarra, que aparece como Mendizábal con un solo poema, hay que lamentar que éste no sea lo mejor que posee si recordamos aquel otro sobre el Cerro de Paseo o sobre el estrés. En cambio, el de Mendizábal es excelente. También en su caso, como en el de toda la poesía joven peruana, lo biográfico alcanza la dimensión que el poeta desea, pero hay que elogiar también la musicalidad, la buena disposición espacial de los versos, que en cierto momento dejan sentir el buen olor de E.E. Cummings (sobre todo ese poema de Cummings «Yo tenía un tío llamado Sol / que era un fracasado de nacimiento») con las «i» como puentes entre verso y verso y el remate adecuado.
De estos poetas, de todos los antologados en general, Eduardo Ninamango es el más original y personal, sin que haya perdido su parentesco con la mejor tradición nacional al modo de Argueda
De estos poetas, de todos los antologados en general, Eduardo Ninamango es el más original y personal, sin que haya perdido su parentesco con la mejor tradición nacional al modo de Arguedas: poeta y de los poquísimos poetas subterráneos bilingües que nos han enseñado las inmensas posibilidades del quechua como instrumento poético. Esta enseñanza no ha sido vana, lo vemos en Ninamango, pese a que el quechua no tenga los recursos del castellano y pese a que ha sufrido amputaciones dramáticas (Guardia Mayorga, en su Diccionario Quechua-Español, dice que este idioma perdió con la conquista española hasta conceptos esenciales de toda abstracción filosófica) y no aparezca sino como instrumento de temas líricos o elegíacos, y no épicos, por ejemplo. De cualquier modo, esta es responsabilidad de Ninamango: tratar de ampliar los recursos del quechua en poemas que no solo se circunscriban en el ser amado, en la cosa íntima, sino arriesgarlo en poemas más ambiciosos. O, por el contrario, intentar lo que Arguedas hizo en la novela: darle al castellano una sintaxis quechua que fue uno de sus logros mayores.
En cuanto a lo que parece ser una preocupación general (hacer de Huancayo un centro cultural a la altura de su importancia como centro comercial), no bastan los quejos o reproches: hace falta trabajo y un poco de riesgo.
Con la aparición de este libro, en mi opinión, se ha dejado testimonio del inmenso avance de la poesía del Centro. Y también se puede afirmar que la poesía está dejando de ser género particularmente elaborado en Lima en detrimento de los provincianos. Castillo y Gamarra pueden ser los mejores ejemplos. Y todo esto es importante no solo por lo que toca a sensibles cuerdas regionalistas, sino porque Huancayo, pese a ser la ciudad de sierra más cercana a Lima y a su importancia económica y comercial, aún no tiene culturalmente la altura de Arequipa o Trujillo, que siempre han mantenido una saludable competencia con Lima y de donde han salido poetas tan valiosos como Hidalgo y Vallejo. En cuanto a lo que parece ser una preocupación general (hacer de Huancayo un centro cultural a la altura de su importancia como centro comercial), no bastan los quejos o reproches: hace falta trabajo y un poco de riesgo. Aparte de una que otra antología, se deben hacer encuentros de poetas a nivel nacional, recitales, solicitar artículos y poemas a escritores de valor garantizado, se difunda autores extranjeros bastante conocidos en Lima y completamente ignorados a solo 300 kilometros de la capital. Y, sobre todo, publicar: no puedo dejar de lamentar que poetas de mi generación, al borde o por encima de los 30 años, como Ninamango, Matayoshi, Gamarra o Castillo, no hayan publicado aún un libro. Esto es dañino, tiende a esterilizar y frenar todo intento de exploración en nuevos estilos, temas, ritmos, imágenes, etc.
Finalmente, quiero mencionar que la antología debió ser menos ambiciosa en el título y presentar más poemas de cada autor. Si es verdad que toda aventura editorial corre por cuenta y riesgo de su autor, hay que pensar que en un lugar como Huancayo no todos los días se publican libros o revistas de poesía. En consecuencia, una antología viene a llenar ese vacío y por eso mismo debe plantearse como un documento a largo plazo.
Recuperado de Revista de literatura y arte Caballo de Fuego, N° 01, Huancayo, 1979